Las personas para poder caminar hacia su destino necesitan saber de algún modo cual es su meta. Porque el arquero no lanza con acierto su flecha si no sabe la ubicación del blanco. Es por eso que, el Señor habiendo anunciado su Pasión y muerte, quiere manifestar a sus discípulos que la muerte no tendrá la última palabra. Los discípulos quedarían profundamente desconcertados al presenciar los hechos de la Pasión. Por eso, el Señor condujo a tres de ellos, precisamente a los que debían acompañarle en su agonía de Getsemaní, a la cima del monte Tabor para que contemplaran su gloria. Allí se mostró en la claridad soberana que quiso fuese visible para estos tres hombres, reflejando lo espiritual de una manera adecuada a la naturaleza humana. Pues, rodeados todavía de la carne mortal, era imposible que pudieran ver ni contemplar aquella inefable e inaccesible visión de la misma divinidad, que está reservada en la vida eterna para los limpios de corazón, la que nos aguarda si procuramos ser fieles cada día.
La luz de la transfiguración viene a agrietar hoy, si lo queremos, nuestras tinieblas. Ahora bien, debemos acoger la invitación a retirarnos a un lugar apartado con Jesús subiendo a un monte elevado, es decir, aceptar la fatiga que supone dar los pasos concretos que nos alejan de un ritmo de vida agitado y nos obligan a prescindir de las cargas inútiles. Si fuéramos capaces de permanecer un poco en el silencio, percibiríamos la radiante presencia de Jesucristo, sobre todo, en la Santa Eucaristía, donde Jesús al igual que en el Monter Tabor se presenta con toda su gloria y majestad. La Luz de Jesús en el Tabor nos hace intuir que el dolor, la violencia y la muerte no tienen la última palabra. La última y única Palabra es este Hijo predilecto, hecho Siervo de Yahvé por amor. Escuchémoslo mientras nos indica el camino de la vida. Escuchémoslo mientras nos indica con una claridad absoluta los pasos diarios. Escuchémoslo mientras nos invita a bajar con Él hacia los hermanos. Entonces la Luz de Jesucristo Transfigurado brilla en nuestros corazones, y podremos seguir el camino de la cruz con valentía y con esperanza.
También a nosotros quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo que nos aguarda, especialmente si alguna vez el camino se hace costoso y asoma el desaliento. Pensar en lo que nos aguarda nos ayudará a ser fuertes y a perseverar. No dejemos de traer a nuestra memoria el lugar que nuestro Padre Dios nos tiene preparado y al que nos encaminamos. Cada día que pasa nos acerca un poco más. El paso del tiempo para el cristiano no es, en modo alguno, una tragedia; acorta, por el contrario, el camino que hemos de recorrer para el abrazo definitivo con Dios: el encuentro tanto tiempo esperado.
Que esta sea la esperanza que mueva a todos los salvadoreños para que el Divino Salvador ilumine nuestras vidas para poder construir un país donde reine la paz y la armonía.