LAS REDES DEL ODIO

Muchos desaprensivos han convertido internet -y muy especialmente las sarcásticamente denominadas ‘redes sociales’- en una mezcla de vomitorio y patíbulo en el que escupen su odio, propagan calumnias y dan rienda a sus más ruines instintos. Cada vez con mayor asiduidad, conocemos casos de personas convertidas en alimañas que desde internet se regocijan con la desgracia ajena, profieren las amenazas más canallas y las injurias más mezquinas.

Este fenómeno nos enfrenta con el aspecto más depravado de la naturaleza humana. Si para amar necesitamos conocer a la persona amada, para odiar tan sólo necesitamos cosificar a la persona odiada, convertirla en una abstracción, reducirla a una caricatura, a un pelele, a un garabato. Si el amor demanda paciencia y dedicación, el odio precisa urgencia y juicio sumarísimo. El amor es exigente y abnegado, porque abraza la miseria y el dolor ajenos; porque exige que nos fundamos con el cuerpo del prójimo, que nos zambullamos en su alma, hasta amalgamarnos por completo con él. El odio puede ignorar tan campante a la persona concreta sobre la que se proyecta, así como sus circunstancias, puede despedazar su carne y triturar su alma hasta convertirlos en una piltrafa o en una farsa.

Para expresar nuestro amor necesitaríamos escribir una enciclopedia; para expresar nuestro odio nos basta con ciento cuarenta caracteres. Y, además, para amar necesitamos estar acompañados; mientras que para odiar podemos estar solos, y cuanto más solos estemos más arrebatadamente podremos odiar. Ama quien es persona; mientras que, para odiar, sólo se necesita ser individuo. Decía Maritain que toda civilización homicida se caracteriza por sacrificar la persona al individuo: concede al individuo multitud de derechos y libertades (empezando, por supuesto, por la libertad de expresión y opinión); y a cambio aísla, despoja, debilita a la persona, privándola de las armaduras comunitarias que la sostienen y abrigan, arrojándola al torbellino de las fuerzas devoradoras que amenazan la vida del alma. Y, una vez que ha despersonalizado al hombre, le dice: «Eres un individuo libre. Defiéndete y sálvate tú solo».

Allá donde hay personas, la libertad se enraíza y vincula, se encarna en otras almas y otros cuerpos, haciéndose comprensiva, humilde y responsable; allá donde sólo hay individuos, la libertad se desata y desencarna, se torna impúdica y soberbia, se vuelve frívola y altiva, ambiciosa y frenética, enamorada de sí misma e implacable con el prójimo al que ni siquiera se molesta en conocer. Esa libertad ensoberbecida, sin embargo, acaba descubriendo su profunda, irrevocable soledad; y entonces se revuelve como una alimaña, sedienta de venganza, en busca de un culpable que aplaque su rabia, un payaso de las bofetadas sobre el que escupir su frustración.

Así se explica el odio traslucido de espumarajos que hallamos en las redes sociales, que fueron creadas para que las personas sacrificadas al individuo pudieran disfrutar de un simulacro grotesco de vida comunitaria. Redes siempre prestas a convertirse en vomitorio y patíbulo en el que un hormiguero de individuos puede hacer linchamientos y montar alharacas, para destruir vidas de personas a las que nunca podrán amar, porque no las conocen.