Quiero hacer una reflexión sobre la virtud de la esperanza, teniendo como trasfondo la crisis generalizada de confianza que sacude a la sociedad moderna, especialmente en estos días de emergencia sanitaria provocada por la pandemia del coronavirus, Covid-19. No pretendo hacer una reflexión teológica exhaustiva sobre el tema, más bien quiero hacer un eco de la Palabra de Dios que nos dice: “hay esperanza para tu futuro” (Jer 31, 17) y una afirmación de la fe cristiana: “Cristo es nuestra esperanza” (1 Tim 1, 1).
Los seres humanos siempre estamos a la espera de algo. Por ejemplo, tenemos la esperanza de encontrar un buen trabajo, de obtener resultados excelentes en los estudios, de hallar la persona amada, de alcanzar la plena realización de nuestras vidas. Desde esta perspectiva, podemos decir, con Benedicto XVI, que «el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza» (Ángelus, 28 de noviembre de 2010).
Las distintas esperanzas humanas, que inspiran nuestras actividades diarias, corresponden al anhelo de felicidad que Dios ha puesto en el corazón de los hombres (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1818). Por lo tanto, la esperanza cristiana purifica y ordena todas nuestras acciones hacia Dios, fuente perfecta y plena de amor y felicidad que colma todos nuestros anhelos.
Enraizada en Cristo. La esperanza hoy como siempre es una actitud permanente, es un estilo de vida. Lo que caracteriza al cristiano es la forma de encararse en cada momento a la dura realidad desde la esperanza en Cristo.
La esperanza no se basa en cálculos, provenientes de un análisis de la realidad. No es optimismo que puede nacer de unas perspectivas halagüeñas sobre el porvenir. Tampoco se trata de un olvido de los graves problemas. La esperanza cristiana es el estilo de vida de quienes se enfrentan a la realidad “enraizados y edificados en Jesucristo” (Col 2, 6). Esta es la consigna de San Pablo a las primeras comunidades: “Ya que han aceptado a Cristo Jesús como Señor, vivan como cristianos: enraizados en él, vayan construyendo sobre él; apoyados en la fe tal como les enseñaron, rebosando agradecimiento” (Col 2, 6).
Nuestra primera tarea para recuperar la esperanza ha de ser “enraizar” nuestra vida en Cristo Resucitado. Todo puede ir mal en nuestra vida personal y en la sociedad: se pueden desmoronar nuestras expectativas y seguridades; puede llegar la oscuridad, el dolor, la enfermedad, la vejez, la muerte. Lo importante es que “el hombre interior” que vive de la fe, no se desmorone. “Aunque nuestro exterior se vaya desmoronando, nuestro interior se renueva de día en día” (2 Cor 4, 16). La esperanza cristiana sólo brota del Señor: “Mire cada cual cómo está construyendo. Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya ha puesto: Jesucristo” (1 Cor 3, 10-11).
En tensión hacia el futuro. La esperanza cristiana introduce siempre perspectiva de futuro. La esperanza genera una manera de ser y de estar en la vida. Esta vida es siempre algo inacabado. Nada es definitivo aquí abajo, ni los logros ni los fracasos. Todo es penúltimo. Pare el cristiano la vida es “éxodo”, peregrinación hacia la meta definitiva. Por eso, el pecado contra la esperanza no necesita manifestarse como desesperación. Basta vivir sin horizonte, sin futuro. El “desesperar”, dice J. Moltmann, “puede ser también la simple y silenciosa ausencia de sentido, de perspectiva de futuro y de objetivos” (cfr. J. Moltmann, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1989, 30).
En conclusión, «el hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza» (Spe Salvi 23). Sólo Dios puede colmar totalmente todos nuestros anhelos y esperanzas. ¿Cuáles son mis esperanzas?, ¿a dónde tiende mi corazón? La estatura moral y espiritual del hombre se puede medir por aquello que espera (cf. Benedicto XVI, Ángelus, 28 de noviembre de 2010).