Nuestra fe no es hedonismo espiritual, no es una droga inmaterial que consumimos como si fuera un estupefaciente que nos evade del mundo, alejándonos de la realidad en un viaje intimista hacia una esfera superior donde “gozamos” de Dios lejos del mundanal ruido de la vida cotidiana.
Cuando convertimos nuestra fe en “escape”, en algo que nos separa de los demás y de todo lo que nos circunda, convertimos nuestra fe en una mística platónica, en una huida de este mundo a un mundo lejano donde situamos a Dios como si fuera un bondadoso extraterrestre que nada tiene que ver con la obra de sus manos, ni con sus hijos amados.
Es verdad que dice la Palabra: “ Nosotros no somos de este mundo”, pero no es un alegato contra el mundo presente y una propuesta de divorcio con la realidad, es una aseveración sobre la profundidad de nuestra labor y presencia en el mundo, acercándonos a la auténtica dimensión de vivir en este mundo, implicado hasta la médula en los avatares y preocupaciones de los hombres, nuestros hermanos, pero con la fe y la certeza de que todo tiene sentido en EL y de que todo se recapitula y llega a la plenitud en EL, de que la historia es historia de Salvación y que la muerte no será determinante ni el punto final de la historia de la humanidad. Es decir, Vida y Fe en una armonía cotidiana que nos convierte en discípulos de Jesús al servicio del mundo, encarnados en la realidad para transformarla y hacer nuevas todas las cosas.
Los cristianos hoy, en muchas ocasiones, nos estamos habituando a considerar nuestro mundo como algo ajeno a nuestra fe, como algo enfrentado a nuestra fe que amenaza nuestros valores, provocando en nosotros una reacción de atrincheramiento defensivo y retroceso que provoca aislamiento y “capillismo”.
Tal vez porque hemos sufrido la incomprensión de los no creyentes, estamos tratando de cultivar una relación más personal con Dios, que siempre es necesaria, pero poco evangélica si esta relación con Dios no implica entregarse a la misión de Jesús. Nos estamos retirando al “mundo” de nuestra conciencia personal. Y con esa retirada, estamos haciendo más difícil la fe de los demás. Con nuestra actitud, de silenciar a Dios, lo estamos escondiendo y cuando Dios está ausente del mundo, el mundo se hace cada vez más inhumano.
Por eso cuando nos refugiamos en nuestras casas, en nuestros corazones, para defender mejor nuestra fe, perdemos la fe y el mundo perderá a nuestro Dios. Cuando consideremos nuestra sociedad, nuestro trabajo, nuestro hogar…, como lugares de misión, entonces nuestro Dios tendrá un puesto en ellos y nosotros seremos allí sus testigos. En esta encrucijada se cuece la felicidad y la esperanza de mucha gente que depende de nuestra generosidad y entrega de discípulo.
La fe es un reto y una decisión, una actitud vital, una forma de situarse activamente y afrontar la vida con intensidad y valor. La fe se funde con la solidaridad y se mezcla con el compromiso por la justicia social convirtiéndose en una vital fuente de energía generosa que se transmite y que prende la tierra de fraternidad e igualdad.
Así, nuestra fe es entendida como apuesta por la revolución del amor y de la fraternidad, como conquista diaria, y como opción personal por ser feliz y hacer felices a los que nos rodean. La esperanza de un mundo nuevo, la consecución del proyecto de la nueva humanidad depende de nuestro compromiso solidario.