Bandera de mi Patria

El mes de septiembre ha llegado, en nuestro subconsciente los recuerdos de las fiestas patrias toman un nuevo brillo. Este año, por las circunstancias peculiares de la epidemia, las celebraciones patrias no se podrán realizar con todo el esplendor. Algunos dirán que es irrelevante porque solo son ceremonias vacías y oropeles sin sentido. Al final de cuentas, dirá alguno, la bandera solo es un pedazo de trapo que no representa nada.

A pesar de que esas afirmaciones pueden tener algo de razón, no puede olvidarse que el hombre es un ‘animal simbólico’ que ‘llama a las cosas por otro nombre’ y condensa las realidades más vertiginosas e inabarcables en objetos muy sencillos que las aluden; y así, puede simbolizar el amor en un anillo o la patria en una bandera. El hombre necesita símbolos que lo sostengan y lo protejan contra el horror del “sin sentido”; y los pueblos, cuando destruyen los símbolos que los unen, no tardan en acudir rugientes, como jaurías irritadas, a la llamada de la selva, para despedazarse entre sí. 

A través de las banderas, como a través del pañuelo de la novia o el reloj del padre difunto, los hombres expresamos nuestras lealtades más arraigadas, nuestros anhelos más hondos, nuestras aspiraciones más nobles. En un pasaje especialmente tenebroso de la filosofía, el marqués de Sade propone que, en lugar de perpetrar matanzas o deportaciones, quien desee destruir una comunidad humana debe «emplear la fuerza contra sus símbolos». Y es que Sade sabía perfectamente que la destrucción de los símbolos es la antesala del aniquilamiento de la naturaleza humana: pues el hombre, antes que ese animal económico que postula el materialismo, es un «animal simbólico» cuya vocación espiritual sólo puede expresarse mediante “trapos”, canciones o ritos que encierren la fuerza de un símbolo. Los hombres despojados de los símbolos se vuelven ciegos a las realidades que esos símbolos invocan. Sólo las sociedades enfermas se dedican a afrentar sus símbolos;

Pero a la ceguera, que se llega a través de las tinieblas, se puede llegar también a través de una borrachera de luz. También la saturación simbólica conduce al oscurecimiento de la realidad que el símbolo invoca. A veces, a esta saturación simbólica se llega exhibiendo la bandera de El Salvador en todas nuestras prendas, desde la gorra hasta la ropa interior; o haciéndola ondear frenéticamente en las más multiformes demandas públicas, aunque se reclamen cuestiones que nada tienen que ver con la subsistencia de la patria. Esta banderitis es al patriotismo como la exhibición constante de estampas religiosas, escapularios, medallitas milagrosas y reliquias a la religiosidad. Y es que el patriotismo, como la religiosidad, sin evitar nunca la expresión sincera y gallarda, debe rehuir el exhibicionismo descarado y presuntuoso, en el que siempre hay un componente de fetichismo e idolatría, aderezado además con las pasiones del orgullo, la vanagloria y la jactancia. Y en ciertas expresiones de supuesto patriotismo, caracterizadas por una banderitis atosigante, más que amor a la patria, se descubre una idolatría fetichista que, por momentos, puede adquirir expresiones grotescas. Y ya se sabe que las idolatrías siempre acaban cegando todas las vías hacia las realidades espirituales y extendiendo una fe ciega en ficciones sustitutorias. 

Hay que añadir que a nadie le gustan más estos alardes de banderitis que a quienes sienten una aversión revirada y de colmillo retorcido hacia los símbolos patrios y hacia la realidad espiritual que esos símbolos invocan. Pues saben que la saturación simbólica genera un empalago y un rechazo instintivos que luego podrán utilizar para su propia causa. Por eso, este mes es bueno celebrar con sensatez aquello que los símbolos patrios representan, para poder fortalecer la identidad de nuestro pueblo, que hoy por hoy, vive la ley de la selva, despedazándose unos a otros.